Estudio bíblico: Los prejuicios en la Iglesia y cómo superarlos
Basado en la Biblia Reina-Valera 1960, Biblia Plenitud y Biblia ThompsonLa Iglesia de Cristo ha sido llamada a ser un cuerpo unido por el amor, la gracia y la verdad. Sin embargo, uno de los obstáculos más persistentes que enfrenta la comunidad cristiana es el prejuicio. El prejuicio dentro del pueblo de Dios se manifiesta cuando juzgamos a otros con base en apariencias, antecedentes, luchas personales o pecados visibles. Este juicio no solo divide, sino que también contradice el mensaje del Evangelio, que es restauración, perdón y transformación. Jesús no vino a condenar, sino a salvar. Por lo tanto, la actitud del cristiano debe reflejar el carácter de Cristo, no la dureza del legalismo o del espíritu acusador.
Este estudio tiene como propósito exponer bíblicamente cómo Dios nos llama a dejar los prejuicios, evitar el espíritu contencioso y acusador, y crecer en misericordia, humildad y discernimiento espiritual.
¿Qué es el prejuicio y por qué es un problema en la Iglesia?
El prejuicio es emitir un juicio anticipado, sin conocimiento pleno, generalmente basado en estereotipos, ideas preconcebidas o apariencias. En el contexto de la Iglesia, este juicio se vuelve especialmente dañino porque distorsiona la gracia de Dios, crea divisiones entre los creyentes y desalienta a aquellos que luchan con debilidades o han vivido en pecado. En vez de ser un lugar de restauración, la Iglesia puede transformarse en un lugar de condena si el prejuicio no es confrontado.
Santiago 2:1-4 dice:
“Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y decís: Tú siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Tú estate allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado, ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?”
Aquí el apóstol Santiago denuncia una actitud muy común: hacer distinciones en la Iglesia según la condición social o la apariencia. Según la Biblia Plenitud, esta conducta se opone directamente al carácter de Dios, quien no hace acepción de personas (Hechos 10:34), y representa una forma de juicio superficial que revela una fe parcial y deformada. La Biblia Thompson asocia este pasaje con otros temas como la justicia, la misericordia y el carácter del creyente. También conecta con Proverbios 24:23: “Hacer acepción de personas en el juicio no es bueno”.
El prejuicio también se manifiesta cuando asumimos que una persona que ha cometido ciertos pecados ya no puede ser transformada, o cuando sospechamos del arrepentimiento de otros. Esa actitud ignora el poder del Evangelio. Prejuzgar incluye: mirar con desprecio a alguien por su pasado, rechazar a nuevos creyentes que aún están en proceso de sanidad, juzgar por vestimenta o cultura, criticar sin conocer, o pensar que solo ciertos pueden ser usados por Dios. El prejuicio es una barrera espiritual que endurece el corazón y daña el testimonio cristiano.
Jesús y su actitud frente a los pecadores
Jesús es nuestro modelo perfecto. Él no se dejó llevar por los prejuicios culturales o religiosos de su tiempo. Tocó leprosos, habló con samaritanos, defendió adúlteras, sanó en días de reposo, y se sentó a comer con publicanos y pecadores. En Lucas 7:36-50, una mujer pecadora unge sus pies. El fariseo la juzga, pero Jesús la defiende y le dice: “Tus pecados te son perdonados… tu fe te ha salvado, ve en paz”. El fariseo actuó con prejuicio. Jesús actuó con compasión y discernimiento.
La Biblia Plenitud enfatiza que Jesús veía el corazón, no solo las acciones externas. Él discernía el arrepentimiento genuino y ofrecía perdón sin permitir el pecado, pero tampoco sin rechazar al pecador. En Juan 8:1-11, la mujer sorprendida en adulterio es traída para ser apedreada. Jesús dice: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Luego le dice: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Jesús no fue contencioso ni acusador. No defendió el pecado, pero defendió a la persona. No justificó el error, pero ofreció redención.
El peligro del espíritu contencioso y acusador
El prejuicio suele ir acompañado de una actitud contenciosa. Tito 3:9-11 exhorta: “Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho. Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación, deséchalo”. El espíritu contencioso es carnal, busca ganar discusiones y no restaurar personas. Judas 9 dice que ni el arcángel Miguel se atrevió a proferir juicio acusador contra Satanás. Sin embargo, muchos creyentes se sienten con autoridad para acusar sin misericordia.
Apocalipsis 12:10 llama a Satanás “el acusador de nuestros hermanos”. Por tanto, cuando actuamos con un espíritu acusador, estamos reflejando más a Satanás que a Cristo. La Biblia Thompson conecta esta actitud con pasajes que llaman a la mansedumbre, la reconciliación, y el dominio propio.
Cómo vencer el prejuicio en la vida cristiana
Romanos 12:3 exhorta: “Ninguno tenga más alto concepto de sí que el que debe tener”. El prejuicio nace muchas veces del orgullo. Para vencerlo, se necesita:
– Humildad: reconocer que todos somos pecadores necesitados de gracia.
– Discernimiento espiritual: ver a las personas como Dios las ve.
– Amor verdadero: 1 Corintios 13 dice que el amor “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
– Espíritu de mansedumbre: Gálatas 6:1 dice: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”.
La Biblia Plenitud enseña que restaurar no es exponer ni avergonzar, sino levantar y acompañar. La Biblia Thompson conecta esta restauración con la compasión de Jesús y con pasajes del Antiguo Testamento que muestran el corazón de Dios hacia los quebrantados.
Llamado a la madurez espiritual
Efesios 4:29-32 exhorta a no herir con nuestras palabras, sino edificar. Dice: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca… quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería, maledicencia… sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”.
La madurez cristiana no se mide por cuánto sabemos, sino por cuánto amamos como Cristo. El creyente maduro no se apresura a juzgar, sino que busca restaurar. No se ofende fácilmente, ni se cree superior. Tiene un corazón limpio, una mente renovada, y un espíritu enseñable.
El prejuicio dentro de la Iglesia impide que el cuerpo de Cristo funcione en unidad y amor. Nos hace jueces injustos, endurece nuestro corazón, y distorsiona el Evangelio. Jesús nos mostró cómo tratar a los demás: con verdad y gracia, con discernimiento y misericordia.
Dios no nos llamó a ser fiscales, sino intercesores. No nos llamó a acusar, sino a edificar. Como Iglesia, estamos llamados a dejar los prejuicios, evitar contiendas, y reflejar el corazón compasivo de nuestro Salvador.
Gálatas 5:22-23: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”.
Que nuestra vida y nuestra comunidad sean conocidas por este fruto, y no por juicios injustos o prejuicios carnales.
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